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Desequilibrios demográficos, económicos, sociales y espaciales

Embajada de España

Desequilibrios demográficos, económicos, sociales y espaciales.

Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX significaron una crisis económica de gran intensidad. Tras la epidemia de cólera de 1885, que se cebó en las hacinadas e insalubres barriadas obreras disparando la mortalidad a niveles catastróficos; una profunda crisis agrícola, de origen climático y biológico (malas cosechas cerealísticas, epidemia de la filoxera, que destruyó las viñas), se vio agravada por la estructura socioeconómica del campo español, que no había afrontado la mecanización ni otras transformaciones de la revolución agrícola, y llegó al menos hasta 1902. Las jornadas eran largas y agotadoras, con salarios paupérrimos, a veces incluso sometidos al destajo. Las condiciones de vida se deterioraron fuertemente, disparándose la mortalidad infantil, mientras el resto de los datos demográficos correspondían aún a cifras propias de una sociedad preindustrial. Sometidos a fuertes pérdidas, los terratenientes se mostraban cada vez más opuestos a las reivindicaciones de los jornaleros, intensificándose la confrontación. Miles de jornaleros andaluces secundaron las huelgas pidiendo tierras. Otras regiones con una estructura de propiedad menos concentrada no por ello se libraron de los conflictos sociales que acompañaron a los procesos de transformación que dejaron su reflejo incluso en la literatura, que pasó del costumbrismo a la denuncia social (los de la huerta valenciana inmortalizados por Vicente Blasco Ibáñez, los de Asturias por Leopoldo Alas). Donde las condiciones lo hacían particularmente propicio, funcionó la válvula de escape de la emigración, especialmente a América, pero también a Francia o a Argelia; siendo particularmente intensa en Galicia y otras zonas del norte de España, donde algunas figuras retornadas con éxito (los indianos) contribuyeron con su prestigio a la popularización del ideal social del enriquecimiento por el trabajo duro en lejanas tierras.

En el País Vasco se produjo una industrialización basada en la minería del hierro, exportado a Inglaterra por la ría de Bilbao. La conveniencia de retornar con carga de carbón inglés provocó la creación de una siderurgia local, y el florecimiento de sectores asociados, como la construcción naval y las instituciones financieras (notablemente, la banca vasca -incluso la santanderina- fue mucho más sólida que la catalana). Al mismo tiempo que las relaciones sociales tradicionales del campo vasco (el caserío) entraban en crisis, y conducían a muchos a una emigración similar a la gallega, se producía un movimiento opuesto de llegada de emigrantes castellanohablantes a trabajar en las nuevas industrias. El invevitable choque cultural se expresó en todo tipo de conflictos e ideologías alternativas, como el socialismo y el nacionalismo vasco, y a complejas trayectorias personales, como las de Miguel de Unamuno, Pío Baroja o Tomás Meabe.

Simultáneamente la burguesía catalana estaba viviendo una verdadera fiebre del oro (periodo de la Exposición Universal de 1888) que se prolongó en medio de una fortísima conflictividad social (Semana Trágica de 1909, crisis de 1917, años de plomo de pistolerismo patronal-sindical) en la época dorada que llega al menos hasta la Exposición Internacional de 1929.60 La vitalidad de Barcelona la convirtió en la verdadera capital económica de España, beneficiada incluso por la repatriación de capitales tras la pérdida de Cuba; y un foco artístico a nivel europeo (modernismo catalán, noucentisme). El abismo social que separaba a pobres y ricos incrementó la influencia del anarquismo en Cataluña, con consecuencias políticas trascendentes y prolongadas en el tiempo.

En toda España, la imagen del anarquismo ante la opinión pública quedó fuertemente marcada por la decisión de pequeños grupos de activistas de elegir el magnicidio como medida de propaganda por el hecho más eficaz. Tras la bomba del Teatro del Liceo (1893) y el asesinato de Cánovas (1897), se produjo un atentado fallido contra la boda de Alfonso XII (Mateo Morral, 1906) y los asesinatos de los presidentes José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921).

Las transformaciones sociales, como en el resto de Europa, fueron estimulando a una minoría de mujeres a demandar su incorporación a distintos ámbitos de la vida cultural, suscitando todo tipo de rechazos y obstáculos que la retrasaron. Concepción Arenal tuvo que asistir a las clases de derecho disfrazada de hombre; Cecilia Böhl de Faber tuvo que ocultarse bajo el masculinísimo pseudónimo de Fernán Caballero; mientras que casos como el de María de la O Lejárraga fueron todavía más humillantes (era la autora de buena parte de las obras firmadas por su marido Gregorio Martínez Sierra) . Sometida a una autorización especial entre 1880 y 1910, la presencia de mujeres en la universidad siguió siendo una rareza hasta los años treinta. El mundo literario fue aceptándolas con cuentagotas (Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán, Concha Espina, Carmen de Burgos). La incorporación al trabajo industrial de las clases bajas fue mucho más temprana, sometida a salarios inferiores a los varones.

 

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